domingo, 8 de marzo de 2015

Somos corruptos?

¿Somos corruptos?

Chile ha gozado de cierta fama de país no corrupto. Pero de un tiempo a esta parte sí cabe hablar de corrupción de manera más nítida.por Alfredo Jocelyn-Holt - 07/03/2015 - 04:00

CIERTAMENTE CHILE no es transparente. Con todo, Chile ha gozado de cierta fama de no corrupto. No porque hayamos sido especialmente probos sino porque incidió que fuésemos pobres y al Estado siempre lo puso a raya una elite poderosa más bien rural, no plutocrática. Esto hasta el siglo XIX. El asunto cambia en el XX. 

Ahí la cosa se pone algo más complicada. El Estado se vuelve poderoso. La política comienza a hacer ricos a algunos; de la época de Alessandri data la graciosa ocurrencia del conservador Rafael Luis Gumucio cuando le dice al “León” que comprende  que le moleste que lo acusen de “ladrón”, él también lo resiente cada vez que le recuerdan que es cojo. Los radicales convierten a la administración pública en su panizo; los democratacristianos, otro tanto, las obras públicas. A la UP se la corta rápido, de modo que se salva (al menos de esto). Y, claro, acusaciones sobran respecto a la privatización de empresas públicas que hiciera la dictadura, pero todo ello, obviamente, quedó en nada.

De ahí, en adelante, sí, cabe hablar de corrupción de manera algo más nítida, potencialmente punible, no mero objeto de escandalera. Influye, sin duda, que el Estado amén de poderoso se vuelva riquísimo gracias al buen manejo de las finanzas públicas; que cundiera cierta lógica consensual que lejos de excluir, integra y legítima la acción de privados bastante agresivos (algunos muy nuevos, otros, ricos de nuevo); y emergiera una zona rara de tráfico de influencias (el lobby). Su punto más alto siendo, a la fecha, el gobierno de Lagos, y lo que ha estado pasando últimamente, con la particularidad que el fenómeno involucra hoy a un espectro amplísimo: al gobierno de turno, a empresarios, a parlamentarios, a nueras, cuñadas, hasta “juniors” con boletas.

En esta última fase surge también otra arista, la de los abogados, ángulo al que no se le ha dado toda la atención que merece. Una fauna variopinta -en tanto jueces, fiscales, abogados del Estado, ciertamente abogados defensores, también de grupos de interés supuestamente ciudadano (como los que integran ONGs que abogan por más “transparencia”)-, todos conocidos unos de otros, dispuestos a denunciar, querellarse, recurrir a cuanta instancia procesalmente es dable; también a negociar -hasta la verdad (todo acusado se merece una buena defensa)-, además de redactar las leyes y no pocos de los resquicios que habrán de motivar futuros pleitos y conflictos de interpretación. Tiene mucha razón Chesterton cuando afirma: “los hombres no difieren mucho acerca de qué cosas llaman maldades; se distinguen enormemente en cuanto a qué maldades llaman excusables”.

En eso los abogados son clave. Tendremos nuevas y eficientes leyes, también prácticas, siempre y cuando dispongamos de abogados probos que quieran lo mejor para el país. Por eso son tan delicadas las facultades de derecho, quiénes la componen, qué enseñan, qué tan independientes son los que las dirigen. Pillos los habrá siempre; abogados rectos, no siempre.


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